Volver al blog
ReflexiónCrecimiento PersonalEspiritualidad
2 noviembre 20256-8 min de lectura

Te dejo ir, me dejo vivir

Te dejo ir, me dejo vivir

Te dejo ir, me dejo vivir

Muchas personas me aconsejaron escribirte una carta, y aunque en el fondo sabía que debía hacerlo, algo siempre me detenía. Lo fui postergando una y otra vez. En parte, porque a veces no sabía qué escribir; otras, porque sí lo sabía, pero temía que lo que debía ser una carta de sanación terminara convertida en una llena de resentimientos y heridas no cerradas.

Nuestra relación nunca fue la más sana. Discutíamos mucho. Yo lo hacía porque me sentía manipulada, porque no quería que me controlaran. Tus traumas y heridas se reflejaban en mí; me los heredaste. Y cuando partiste inesperadamente, dejaste un vacío. Pensé que sentiría alivio —que ya no tendría quien intentara manejar mis emociones—, pero con el tiempo comprendí que, incluso después de tu partida, todo eso había quedado grabado en mi subconsciente.

Viví a partir de tu muerte. No fue que la vida se volviera más fácil, sino que comenzó un proceso de descubrimiento: encontrarme, entender por qué era como era. Vivir sin norte, sin rumbo. Así como desde mi infancia dejé ir sueños para evitar escuchar tus peleas, seguí haciéndolo mucho tiempo después, incluso cuando ya no estabas. Me trataba como tú lo hacías, negándome lo que deseaba por miedo o culpa.

Durante un tiempo, viví dándome cuenta de cosas, pero poniéndole la curita: ignorando mis heridas, disfrazando el dolor, intentando seguir adelante como si nada. Pero el tiempo no aguanta tanta cura temporal. Eventualmente aprendí a mirarlas de frente, a reconocerlas, a sentirlas. Y solo entonces pude comenzar a sanar de verdad. Con el tiempo aprendí a darme yo misma esa vida que me negaba. No sé si me explico.

Comprendí que tuve una madre ausente, tóxica y que no sabía amar. Sé que eso provenía de tus propias heridas, de un patrón repetido generación tras generación. Sé también que hiciste lo que pudiste con lo que tenías, y con la educación que recibiste. Aun así, no todo fue oscuro. Existen recuerdos bonitos, y los atesoro. Pero lamento decir que lo que más caló fue ese constante estrés que marcó mi niñez.

La gente decía: “Esa niña habla como un adulto”. Pero es que me crié entre adultos. Un padre que tenía cincuenta años cuando me tuvo, y una madre diecisiete años menor que él. Esa niña que hablaba como adulta tuvo que crecer rápido, aprender sola, ser juzgada por quienes se suponía que la apoyaran. Con el tiempo entendí que esa niña interior —herida e invisible— nunca fue vista. Sus sueños tampoco. Siempre fueron descartados, porque según tú y mi padre, “eso no dejaba nada”.

Estudié algo por estudiar. Irme lejos fue mi escape. Me refugiaba en casa de una amiga, porque volver al hogar se me hacía difícil. Me llamabas histérica porque no quería estar en casa, y ponías a papá de tu lado. Entre ambos me obligaban a regresar.

Cuando se presentó la oportunidad de viajar seis meses a España para estudiar, después de haber hecho todos los trámites, no entregué los papeles. No quise vivir el estrés del teléfono sonando todo el tiempo, de tus peleas por no tenerme cerca. Si en solo cinco días fuera de casa ya te daba un “patatús”, que papá atribuía a mí, ¿qué hubiera pasado en seis meses?

Ese estrés, querida madre, se quedó grabado en mi sistema nervioso. Hoy, en mis treinta y tantos, puedo ver con claridad la magnitud del daño que deja una relación tóxica. Y aun después de tu muerte… muchas cosas permanecieron.

No escribo para juzgarte; no está en mí hacerlo. Escribo para desahogarme, para cerrar este capítulo que llevaba abierto demasiado tiempo. Esta carta me ha costado mucho. Han pasado ya unos doce años desde que partiste, y hoy siento que por fin puedo escribirte desde un lugar diferente.

Tengo nuevos sueños, sueños que realmente quiero cumplir. No ha sido fácil salir adelante cuando crecí escuchando tantas veces que “no se podía”. Puede parecer insignificante, pero esas palabras calaron hondo. Las palabras son más poderosas de lo que imaginamos.

No quiero guardar rencor ni odio en mi corazón. No puedo decir que no siento dolor, porque aún lo siento. Tampoco puedo decir que he sanado del todo, porque todavía hay heridas. Pero hoy las abrazo con amor, porque si no hubiera pasado por todo aquello, jamás sería la gran mujer que soy ahora.

Hoy me abrazo. Me tengo paciencia. Me descubro poco a poco, y me cuido. A veces caigo, pero siempre vuelvo a levantarme. Leer me ha ayudado a comprender muchas cosas… pero escribir, escribir me ha ayudado aún más.

Recuerdo algo que una vez me dijiste: que enterraste mi ombligo debajo de nuestra casa para que nunca me fuera de allí. No sé si eso era verdad o si realmente tiene algún poder, pero ese gesto habla por sí mismo, dependiendo de cómo se mire. Y aun así, incluso con eso, decido volar alto. Decido liberarme de las ataduras del alma.

Quiero dejarte ir.

Quiero liberarte de toda culpa.

Quiero ser libre también.

Deseo que vivas tu vida allá donde estés, en el plano espiritual, y yo vivir la mía aquí, en este mundo. Quiero encontrar mi propósito, vivir hasta donde me toque vivir. Quiero seguir sanando, ser la mujer que debo ser: sin ataduras, sin cadenas al pasado, solo habitando el presente… viviendo, no sobreviviendo.

Te veo. Te reconozco. Te perdono, hoy y siempre.

Te amo. Te amaré siempre, y honraré los buenos momentos.

El amor por los animalitos —ese don tan tuyo— lo heredé de ti.

Hoy me libero de ti para vivir plenamente mi vida, y en esa libertad, te llevo conmigo en lo bueno que me diste.

Desde el eco de mi interior,

DRV – D’Rova